CUANDO LA TIERRA ES AZUL COMO UNA NARANJA

(NOTA MARGINAL SOBRE EL ACTO CREADOR ESTÉTICO)

 

  © León Deneb

 

Non sunt multiplicanda entia praeter necessitatem [No hay por qué multiplicar entes/cosas a no ser por necesidad]. Dejemos así la traducción. Prueba a sustituir multplicar por crear, y necesidad por sentido. Ahora quita el NO. ¿Ya está? Ahí tienes el acto creador estéril. Parece una contradicción. ¿Hay creatividad estéril? ¿Hay esterilidad creadora? Un creador suele ser visto como alguien original. Un creativo es visto como alguien imaginativo. Creador creativo; original imaginativo. ¿Qué decir de aquél que se considera creador original cuando ignora lo ya creado?

El acto creador estéril está sostenido por el aburrimiento; y éste sostiene el tedio y el esplín. El aburrido parece estar en una permanente meditación. Pero la fuerza de la meditación, al estar enraizada en el aburrimiento, queda encuadrada en las palabras que Mefisto pronuncia en el Fausto de Valéry (Acto 1º, Escena 2ª): “La meditación es un vicio solitario que abre en el aburrimiento un agujero negro que la estupidez acaba llenando”. Por eso no es de extrañar que, para el aburrimiento, la esperanza no vaya unida al gozo; y que los momentos de gozo no se deban a la esperanza. Estos términos (gozo y esperanza) resultan ininteligibles para el aburrimiento precisamente porque está agujereado por la estupidez.

El aburrimiento confunde, tanto para sí mismo como para los demás, la rutina y la constancia. La rutina es hacer siempre lo mismo sin percibir el por qué; la constancia es perseguir siempre un fin, que es el por qué.

El aburrimiento ordena las palabras, incluso las letras, no llegando a conseguir nada más que tener la vista cansada. El aburrimiento encuentra un gran consuelo en el asombro que tiene de sí mismo, pero sólo es por un insospechado cansancio. No es de extrañar que el aburrimiento quiera (si es que quiere algo) la originalidad. Por ejemplo, un pintor aburrido es aquél que se pasa todo la vida intentando pintar el momento supremo del viento en su estado absoluto, que se produce justo después de la entrada del viento por una ventana y antes de su salida por otra. Ese momento absoluto es la materia que dará lugar a un cuadro único y absoluto. Nunca lo consigue. Entonces el aburrimiento busca nuevos momentos absolutos. El único que encuentra es el de pintar la sordera en su estado puro. Hace cuatro trazos pergeñando un personaje y lo titula Sordera Absoluta. (¿Hay alguien que pueda decir que el personaje no es sordo absoluto?)

Considero que, posiblemente, para el aburrido el pensar es la más alta manifestación de que no sabemos nada. O, tal vez, de que dudamos permanentemente de lo que sabemos. El pensar del aburrido es idéntico al caminar: con desgana, con indiferencia. Es un mediocre absoluto: ser sin detalles. Por eso, el aburrido cuenta historias que ha oído antes (nunca se sabe si las ha entendido porque no distingue entre oír y escuchar). Las repite, pues no tiene imaginación. En cambio, el aburrimiento es sinónimo de paciencia. Pero esta paciencia es idéntica a la pereza. Hay muchos tipos de pereza: Eufórica, Sufrida, Dolorosa (la más estimada por Flaubert, al parecer), Huraña, Tejedora, Rupturista, Indecisa. En resumidas cuentas: Matar el tiempo. [Todos estos tipos de pereza han sido descritos por Roland Barthes, El grano de la voz, Ed. Siglo XXI, Méjico 1983, y sintetizado por Fernando Castro Flórez, Elogio de la Pereza. Notas para una estética del cansancio, Julio Ollero Editor, (Col. Imaginarium 4), Madrid 1992, pp.38ss.).

De este modo, la monotonía, la imprecisión, el sin detalles, sin matices, aparecen permanentemente en la horrible actividad del aburrido: en él la pereza lo es todo y lo manifiesta en todo. El aburrido no respira, suspira; no llora, solloza; no reprende, lamenta; no resiste, se resigna; no se acobarda, se intimida; no se altera, se reprime; no es ni sí ni no sino qué sé yo. El aburrido no vive en un jardín sino en un desierto; no tiene perfume, sino indiferencia.

El aburrido, sí, insisto, es capaz de pensar porque su oscuridad se lo aconseja, pero la luminosidad de lo externo le atenaza. Yo considero que alguien, cuando percibe la estupidez y la imbecilidad, se estremezca; pero cuando alguien ve que la estupidez y la imbecilidad se ponen a pensar, entonces necesariamente tiene que huir. El aburrido comprende que un cuadro ponga no tocar, un jardín no pisar, un producto no abrir, una propiedad no pasar, un biblioteca no hablar. Todo lo ve con oraciones comparativas: como. Ejemplo: Llorar como un niño es un modo de llorar que no le cuadra a un adulto ni en el modo ni en los motivos. Sería mejor describir lo que se ve y no comparar, pues eso demuestra que se tiene conocimiento de la comparación pero no de la realidad comparada. [La tierra es azul como una naranja, (y que he tomado como título, es un verso aislado de Paul Éluard y que ha sido objeto de sesudos estudios (!). No es necesario haber estudiado para saber que la naranja no es azul, aunque es posible que el “creador” haya visto una enmohecida; pero una naranja enmohecida no puede ser elevada a categoría estética. Estimado lector, reflexiona sobre esto acompañado de G. Mounin, La literatura y sus tecnocracias, FCE, trad. de José Aguilar Mora, Madrid 1984, pp. 133ss.] Pero esto no le produce al aburrido ningún dolor, tampoco ningún entusiasmo. De la misma forma que acepta la vida sin entenderla y la muerte la espera como algo inevitable, no insospechado. A pesar de todo, el aburrido, en su simplicidad, considera que todo es maravilloso. Aunque, y es comprensible, le conmueve más la muerte de un árbol que la de un ser humano. Al fin y al cabo, el aburrimiento vital da cuerpo a Juan Ramón Jiménez: “¡Oh, qué dulce es la penumbra!”.

La creatividad esteril no existe. Lo que sí puede encontrarse uno es con la esterilidad creativa tan propia del aburrido. El aburrimiento es un eidolón: un falso semblante, un espejo sin transparencia.

 

En cambio, si partimos de realidades axiomáticas, podemos descubrir cierta génesis del acto creador. Afirmación irrefutable: Yo soy la realidad externa del otro y la interna mía; el otro es la realidad externa de mí y su realidad interna. Si los estímulos vienen del exterior, es necesario calibrarlos adecuadamente. En cambio, los estímulos que nacen del propio interior se convierten en principio vital. Toda la dialéctica de lo estético se sintetiza diciendo: interioriza lo externo; exterioriza lo interno. Pero, ¿dónde acaba la legitimidad y dónde empieza la intrusión? ¿Miedos? Ésta es la cuna del acto creador: la poiesis (su final: poesía) y su acción: orthopoesis (abrir caminos). La realidad íntima del creador es “lo sagrado personal”, capaz de explicar lo individual, pues lo general es analizado fríamente por la ciencia. Lo individual, descubierto y descrito, es el encuentro de la “identidad”. La característica más propia del creador, su identidad, es una acción permamente buscando situarse en el mundo. Deberá hacerse un lugar. Ese lugar será “lo otro”; él permanecerá en su identidad, viviendo lo que Jaime Gil de Biedma llamaría “el ejercicio de la irrealidad”. La acción más propia del creador es el pensamiento. En cambio, es fácil comprobar cómo quien apela a la razón para todo, cuando contempla una flor, una pintura, una escultura o intenta asimilar una poesía, siempre apela a “lo irracional”. Se hace necesario cambiar el concepto de lo estético o el de lo irracional. La belleza, la estética se encuentra en aquello que alberga todos los “desiderata” del espíritu. La belleza sólo es objetiva como reflejo de mi subjetividad. ¿Es bella una nube? Si da lluvia porque la requiero, sí. Es la dimensión utilidad sobre el sentido. No hay estética, sólo significación.

Resulta extremadamente complicado encontrar la “génesis” del fenómeno estético. El “esteta” E. Souriau estudió el sentido estético de los animales. Cierto que a los animales no les podemos atribuir la percepción estética de las formas. ¿O sí? De hacerlo, ¿será con los mismos criterios humanos? ¿Criterios matemáticos? Por ejemplo: ¿Qué decir del “número de oro” (F)?: Una magnitud dividida en dos partes desiguales en la que la relación entre la magnitud inicial es igual a la relación entre las dos partes. Ha sido llamado sección áurea, proporción áurea, divina proporción, número Phi. Y no es más que el filosófico/teológico universal concreto: el todo en la parte. [Luca Pacioli lo estableció en su De divina proportione en Venecia 1509 y lo dibujó Leonardo da Vinci). La matemática no es sino una resultante, no siempre comprensible, pero objetiva; o sea: la estética de las formas en su más alta expresión: Gestalttheorie. La labor del ver estético es percibir las formas: Schau der Gestalt. Algo maravillosamente relatado por Hans Urs von Balthasar en su Teología Estética. Herrlichkeit. Eine theologische Ästhetik. I: Schau der Gestalt, Johannesverlag, Einsiedeln 1961, 664 p.]

En la percepción de las formas, el estético no creador permite preguntar: ¿Por qué identificamos como bellos objetos externos a nosotros si nunca hemos tenido categorías diferenciadoras en nuestro interior previo? Con otras palabras ¿Qué es una “comprensión previa” (Vorverständnis)? ¿Un prejuicio? ¿Un “gusto”? [Baltasar Gracián ya estableció el gusto como criterio hermenéutico, pero no puede tratarse más que de un “criterio muy primitivo”. De hecho, considero que el “gusto” es un arrebato estético, casi idéntico al producido por el baile o la danza.]

Pienso que nosotros podemos analizar un “objeto” antiguo (prehistórico) y ver allí componentes estéticos, religiosos, mágicos. Pero no podemos concluir que “aquél que lo hizo” lo viera así. Cierto que “en aquellos tiempos” es posible que se atendiera al color más que a las formas como componente estético. El nacimiento del lenguaje provocó sin  duda el despliegue de todo lo imaginario, en especial del símbolo. Por otra parte, “la invención técnica” conllevó un deterioro de la creación artística o lingüística. ¿Acaso la “mecanografía” no ha supuesto un empobrecimiento de la cali-bella-grafía? ¿Acaso el “automatismo informático” no está empobreciendo la reflexión?

¿Qué sentido de lo bello puede haber, por ejemplo, en Homero cuando en la Ilíada usa el término kalós 221 veces? ¿Sería el mismo sentido estético que podía tener Arquíloco de Paros (VII a.C.) considerado el primer trovador? ¿O el de Glaucos, primer escultor en mármol e inventor de la soldadura de hierro, VI a.C.)? ¿O el de Mimermo de Colofón, finales del VII a.C., considerado el primer poeta lírico-amoroso? ¿Y qué podemos decir de la estética de Hipodamos de Mileto, V a.C., tenido como el primer urbanista griego? ¿Y de Agatarcos de Samos que fue pionero en la decoración escénica del teatro? ¿Es estético “el arte de la adulación” (kolakéutica)? ¿Qué acto creador hay en Tirteo, maestro de escuela, cojo y contrahecho, enviado a animar a las tropas en la segunda guerra de Mesenia (650 a.C.), cuando habían solicitado más tropas y un general y no un poeta?

Posiblemente, la identificación de lo bello y lo bueno haya sido la más grande aportación, desgraciadamente olvidada, del criterio estético de la antigüedad. Muchos estudiosos de la estética teológica, al margen de Hans Urs von Balthasar, parten del acto creador de Dios y el dato bíblico: “Y vio Dios que era bello/bueno”. La belleza y la bondad redundan en lo excelente como más alto objetivo de la paideia, de la pedagogía, de la formación integral del hombre capaz de “entender, comprehender, aprehender”. Safo (Libro II, fragmento 48) acierta plenamente: “El que es bello sólo permanece bello el tiempo que dura una mirada”; y añade: “el que es bueno pronto será bello también”. Éste es el criterio estético de todo acto creador: lo abstracto no es una categoría artística/estética. La armonía, la proporción de las formas (la formositas latina y su paso a fermosura, hermosura) es idéntica al cosmos (proporción armónica, hoy: cosmética). De esta forma, resultará imposible, analizando lo exterior, llegar a la interioridad del creador. La simple descripción de sentimientos y emociones no es profundidad de pensamiento. El pensamiento debe tener perfume y color. Es lo único que permitirá detectarlo como expresión del alma. El acto creador no es, en sí mismo, erístico (arte de la controversia), sino simplemente bello en sí mismo (autó tó kalón) y se expresa como arte con toda el alma (sín ólè té psiké).

El acto creador es idéntico a pensamiento. El pensamiento ha sido visto como el verdadero obrar. (Las reflexiones de M. Heidegger van en esa dirección después de que nunca pudiera escribir la segunda parte de Ser y Tiempo, precisamente porque no hay posibilidad de pasar del plano lógico al ontológico sin mediación. Él no encontró otra salida que la Lichtung, la iluminación del lenguaje: El hombre es palabra.). Pero la palabra es una “con-vocación”, una llamada de la realidad. El encuentro es la experiencia. Cuando se llega a ciertad edad, los cincuenta por ejemplo, a uno ya no le suele pasar nada, a no ser lo que le ocurre a los demás. Pero los demás siempre que tengan significación para mí. Todo existe en la medida en que lo interpretamos: le damos significación. Somos creadores de existencias, de conceptos, de principios. Sin encuentro, ¿nos hace más perdidos la vida? No lo creo. Lo único que ocurre es que no encontramos la vida más que como búsqueda. No nos perdemos; simplemente, no nos encontramos. Esta búsqueda acaba en el encuentro, pero no es un hallazgo, pues la existencia es pura gratuidad y, al mismo tiempo, es la realidad que estimula el acto creador individual convertido en misterio humano.

La verdad como manifestación y representación (Platón), o como juicio e idea (Aristóteles) o como Lichtung (luz que permite iluminar la oscuridad) (Heidegger), no son sino habitaciones del hogar Belleza y Bondad en el que vive la PALABRA. [Puede resultar esclarecedor para la comprensión del proceso del acto creador “umbral, salto, abismo, celebración”, consultar el libro de Hugo Mújica, La palabra inicial. La mitología del poeta en la obra de Martin Heidegger, Trotta, Madrid 1995.]

La soledad es el eco de la plenitud que luego se expresa en palabra creadora. El acto creador estético, poético, une el inmenso lecho de las distancias (Pedro Salinas), descubriendo que las soledades humanas palpitan y se responden (Jorge Guillén), la mayoría de las veces sin hablarnos, que las palabras nos desaroman el secreto (José Hierro).

El acto creador poético estético no es definible porque no es limitable. Hacer un recorrido por estetas impecables, impone un respeto absoluto ante el que sólo se puede tener la actitud reverencial del silencio adorador. Mallarmé, Rilke, Rimbaud, Trakl, Eliot, Machado... Todos ellos, y todos los demás auténticos, no pueden más que verse envueltos en la niebla de la inmanencia y trascendencia, abismos e indiferencias, absolutos e imposibles, fragmentos y deberes, confusión y luz, precipitaciones y abandonos, auroras y crepúsculos, fatalidad y sentido, ansiedad y sombras, melancolía y nostalgia, vacíos y desesperos, experiencias y narraciones, soledades y limitaciones, serenidad y silencio, retornos y despedidas, naufragio absoluto y lo incomunicable...

El creador, el poeta, inmortal en sí mismo, llega al final. [No a la vejez. Según Fausto, “la vejez no nos hace niños; nos encuentra siendo niños todavía”.] La muerte (“ese amor que habla con el silencio”, José Hierro) libera al creador porque lo devuelve a su lugar original. Al fin y al cabo, nada estético es definible. ¿Cómo hacerlo si lo original es la ausencia de sí mismo?