1. CABEZA

 

La cabeza —ese cofre que guarda celosamente los pensamientos, corredor de inmensos laberintos, platónica esfera del universo interior, rectora de la voluntad, maquinadora de todo mal y desorden, lienzo del espíritu, delicado horno de la materia, aposento de la cordura y tálamo de la locura— dicta la creatividad y dirige todos los movimientos.

Separada del tronco, la cabeza ha sido símbolo tanto del victorioso como del vencido guerrero. El joven David pudo con la de Goliat, así como Judit con la de Holofernes, y a Salomé se le sirvió en bandeja de plata la del Bautista. Los guerreros galos conservaban las cabezas de sus enemigos en recipientes con aceite de cedro; y no le iban a la zaga los guerreros celtas.

La cabeza es símbolo del gran poder. No es de extrañar que, en todas las mitologías, los seres más representativos —dioses, héroes o animales— sean imaginados con varias cabezas en los que cabeza y número se unen en una perfecta simbología. Así, dos cabezas tiene Jano como la gran puerta del presente que mira el pasado y el futuro; tres tiene Indra, dios gobernador de los tres mundos: celeste, terrestre, infernal; cuatro tiene el egipcio Amon-Ra, gran señor de los cuatro elementos.

La cabeza es símbolo del espíritu, por lo tanto de la vida. Es ella, como en un esotérico jeroglífico, la que recibe la iluminación astral, la impronta cósmica después de recorrer todos los espacios.

 

El cráneo, sede de la cabeza, es el gran dibujo del hombre como microcosmos, símbolo de la bóveda celeste, cuenco del alma, por eso venerado por pueblos cazadores quienes conservan los cráneos de los animales como buen augurio. Pero el cráneo humano es, en especial, el símbolo de la condición mortal humana. A veces es presentado como un reclamo para la humildad, pues no a otra cosa invita a pensar la brevedad de todo, aunque será emblema de la piratería. [Por creer que en la cabeza se esconden todos los poderes maléficos y los miedos así como todas las virtualidades negativas ocultas, algunos, como los jíbaros, reducían las cabezas de los enemigos capturados con el fin de que aquellos poderes no pudieran salir y atacar a la tribu.]

 

Asociada con la cabeza está el aura que es símbolo de la luz divina que posee a quien la tiene, convirtiéndolo en un ser sagrado en quien habitan todos los misterios de la luz, del sol y del fuego. La llevan los maestros y los grandes iniciados por ser dignos de crédito. En la tradición cristiana, es atribuida a los santos para simbolizar la complacencia que el cielo encuentra en la tierra.

 

La capucha o caperuza, hoy reducido a elemento útil que resguarda del frío, era parte de la indumentaria tanto de los dioses como de los demonios, tanto de los hechiceros como de los mágicos duendecillos. Es símbolo del recogimiento y de la ocultación, de la protección de todo lo que pueda distraer la espiritualidad. Éste es el sentido que aún conserva en el hábito monacal, añadiendo el sentido de muerte a lo mundano. Hay algunas teorías según las cuales la capucha, tal vez por su acabado puntiagudo, es considerada como un símbolo fálico. No sé qué rigor científico puede haber en un símbolo así; pues no todo lo vertical y erecto es símbolo fálico, aunque, a veces, la capucha puede impedir ver la flacidez de lo horizontal.

 

El casco, que surgió como objeto protector, ha sido revestido de simbolismo en el que confluyen la faz escondida y el pensamiento callado. Tal vez sea el mejor símbolo de uno de los eternos deseos jamás complacido del hombre: ser invisible. Ser invisible es contar con la ventaja de un inmenso poder. Pero no nos engañemos: Hades puede luchar contra los Titanes porque su yelmo lo hacía invisible. Este poder lo tienen también los gorros de los enanos o la capucha de los magos. Pero los dioses, los héroes y los magos no son más que una creación de la fantasía del hombre que se apoya en el deseo de no ser visto cuando, en vez de combatir, se esconde tras la roca de la cobardía. Aunque ninguna fantasía más real que la de Don Quijote: Una bacina de barbero era el yelmo del más grande de los caballeros. Y no le iba a la zaga su clarividente Sancho: Un baciyelmo, señor.

 

Tal vez, el objeto relacionado con la cabeza y que reviste el más admirado de los símbolos sea la corona. Desde tiempos inmemoriales, el hombre se ha visto a sí mismo como rey de la creación, superior a todo, reflejo de lo eterno, inmortal, sobrenatural. Hoy, cuando apenas hay tradición, el hombre, olvidando o ignorando el significado de perennes símbolos como el de la corona, corona cualquier simple manifestación de superioridad o de poder tanto militar como hechiceril, tanto científico como atlético. Incluso la corona simboliza a continentes enteros como la corona emplumada a América, o la dorada a Europa, o la luminosa a África.

La corona participa del simbolismo de la cabeza: superioridad; de la altura: divinidad; de lo circular: perfección. Poder y luz, autoridad e iluminación la envuelven como el sol gobierna cielo y tierra. Coronados iban en Egipto los reyes y los dioses cuyas coronas, de variadas formas y colores, representan la luz, la verdad, el poder o la valentía. Tanto en Grecia como en Roma, la corona era el símbolo de la consagración a la divinidad. Coronados iban en los sacrificios el sacrificador y la víctima. A cada dios se le consagraba alguna parte de la naturaleza simbolizada en una corona, bien hecha de encina (Zeus), bien de mirto (Afrodita), de laurel (Apolo) o de vid (Dioniso). La corona es símbolo identificador que, con el tiempo, llegará a representar el interior del hombre hecho luz.

Estos significados de la corona fueron asimilados en sentido espiritual por la tradición judía y cristiana: corona de luz, de vida, de gloria, de inmortalidad, son expresiones usadas con mucha frecuencia en las liturgias bautismales, esponsales o festivas. En el mundo oriental, la corona suele tener un sentido eminentemente espiritual: es el círculo en la cabeza por donde el alma, desencadenándose del cuerpo, se eleva a la sublime perfección y libertad.

Junto a todo este simbolismo, hay que recordar el significado de adorno y de cierto poder mágico que se le concede, como el de apartar las fuerzas maléficas que acechan al hombre, así como el de la unión entre quien la lleva y la divinidad; a veces, es símbolo de la virginidad. Pero siempre será vista —sea de oro o de papel, de vegetal o de luz— como un símbolo de poder, si no real, sí imaginado y deseado.

 

También el sombrero tuvo un simbolismo semejante al de la corona, aunque se asoció más al pensamiento que al poder. No es de extrañar, en ese sentido, que algunas escuelas psicoanalíticas estimen que cambiarse de sombrero sea un reflejo del cambio de ideas que, con respecto a la concepción del mundo, se produce en el que lo lleva.

 

En el mundo árabe, el turbante es el signo distintivo tanto civil como religioso o profesional. Llevarlo es tener la complacencia de Alá; el blanco es el color más estimado. Hay varias formas de colocárselo, y cada forma simboliza  un estado personal o una actitud. Para el mundo musulmán, en el último día los merecedores entrarán en el paraíso en donde se les impondrá el turbante verde, color preferido del Profeta.

 

La tiara, aquella triple corona que llevaban Atis y Mithra, Ceres y Cibeles, y que hoy sólo se usa en la coronación del Obispo de Roma, tiene múltiples significados, posiblemente porque se está buscando el adecuado y más correcto, sin encontrarlo.

En la mitología antigua, los tres pisos de la tiara representaban los tres mundos o niveles del cosmos: celeste, terrestre, infernal.

En la mitología moderna, la tiara pontificia representa el poder del Papa sobre los arzobispos (que llevan una con dos coronas) y sobre los obispos (con una sola) y sobre los fieles (que no llevan ninguna). También se ha pensado si significa el poder espiritual, temporal y real sobre las almas, los estados y los jefes de este mundo. Se dice también si las tres coronas representan al Papa como padre, rector de la tierra, vicario del Cristo. Algunos apuntan que es un reflejo de la Trinidad: Padre, Hijo, Espíritu. Otros, si las tres virtudes teologales: fe, esperanza, caridad. Sea lo que fuere, la tiara pontificia empezó a ser usada en la Edad Media, en unos momentos de verdadero caos jerárquico, teológico, moral y espiritual. Hasta entonces sólo se veneraba la humilde corona de espinas de Jesús el Cristo como símbolo de realeza por el servicio y anonadamiento de quien, sin atribuirse ningún privilegio, aprendió lo que es la obediencia hasta la muerte en cruz.

 

La cara (faz, rostro) es el espejo del alma. Esta frase sintetiza todo el simbolismo que surge, como la luz, de entre los trazos de un perfil. Pero el hombre no ve nunca su cara si no es reflejada en un espejo o en los ojos de quien le está mirando. Posiblemente, es la expresión que no llegamos a captar pero que lo hacen los demás. La cara es el lienzo en el que se imprimen, si no los pensamientos, sí los sentimientos. Es revelación de lo oculto; a veces, simple materia: cuando el vacío se ha apoderado del alma; otras, el inexpresivo rostro manifiesta tanto la tibieza como la indiferencia del dormido espíritu. Pero siempre es luminoso cuando el amor convierte en belleza todas las formas.

 

Unida a la cara está la máscara, esa especie de frío hueso que disfruta ocultando los sueños convertidos en demonios, animales o reyes. Dejando a un lado la máscara teatral —aquella en la que los actores representaban lo inalcanzable y que, con el tiempo, recibió el nombre de «persona» (los actores eran llamados «hipócritas»)—, las máscaras aparecen siempre en ritos y danzas cuyo aire festivo habla de sueños, cazas, iniciaciones, rememoraciones de héroes y leyendas que siguen vivas. A veces, la máscara es símbolo de la muerte de un tipo de ser que da origen a un nuevo ser; o de una vana pretensión, como si se tratara de un éxtasis en el que el enmascarado sale de sí mismo poniéndose a merced de lo que la máscara representa.

La máscara es sólo apariencia, con frecuencia ocultamiento, pero siempre deseo de identificación con lo que representa: un dios, un héroe, un animal. Mas quien desea ser lo que la máscara representa, no usa la máscara sino el esfuerzo por conseguirlo. Todo lo demás ni es rito ni deseo, sino simple apariencia que goza con el rostro de la máscara y que se llama hipocresía.

 

Por causas desconocidas —extrañas, raras o curiosas—, los cabellos, desde tiempos antiquísimos, han sido tenidos como símbolo del poder personal, generalmente unido a la fuerza. Es proverbial la fuerza de Sansón, cuya razón había que encontrar en su larga cabellera. Pero nada es tan simple. La razón de la fuerza de Sansón estaba en su Dios, y la cabellera era un signo secreto.

Además de la fuerza, los cabellos tienen otras virtudes como la virilidad, si bien suelen ser símbolo del ser personal. Ahí reside, probablemente, el tan extendido uso entre los guerreros, no sólo indios sino también celtas, de cortar la cabellera. No sólo era un trofeo, sino la creencia de que, de esta forma, se cortaba toda vinculación del enemigo con los espíritus o los dioses.

Los cabellos, peinados de variadas formas o sueltos de cualquier forma, contienen un simbolismo tanto personal como social y cultural. Durante mucho tiempo, llevar el pelo largo sólo estaba permitido a los aristócratas: signo de poder. Todos los demás lo llevaban corto o rapado: signo de sumisión. Este sentido de sumisión es el que tenía la tonsura clerical: humillación ante Dios.

Los cabellos sueltos eran reflejo de un sinfín de fuerzas que anidaban y se anudaban en la cabeza. Así lo hacían los hechiceros. Era señal de luto para los chinos, aunque también era reflejo de los luminosos rayos solares. Para algunas tradiciones, como la judía, secar los pies con los cabellos es señal de sumisión al señor y de expansión del amor al grupo al que se pertenece. En cambio, para los hindúes el pelo largo y revuelto significa presencia de algo terrible transportado por el dios de los vientos. La cabellera de Shiva representa su dominio sobre todo el espacio y sus direcciones. Terribles son las Gorgonas, al igual que Tifón, en la mitología griega; sus cabelleras son total desorden y furia. En otras culturas, especialmente africanas, suelen conservarse los cabellos de los seres amados y venerados, pues de esta forma creen guardar lo que ellos fueron, ya que los cabellos son un signo identificador. En otras partes, los cabellos son el aposento del alma, pues son como la hierba que, al crecer, demuestra responder a la fuerza y al alma vital de la tierra.

Cuando se habla de la cabellera de las mujeres, solía ser vista como símbolo de seducción. Tal vez ahí resida el porqué las mujeres tenían que cubrirse la cabeza cuando entraban en los templos cristianos. Se trata de una costumbre perdida; quien la mantiene ha convertido el símbolo en un simple adorno. Pero de eso no es culpable la cabellera, sino el viento que, llevándose lo inconsistente, también ha querido llevarse el símbolo y su sentido cuyo lugar todavía no lo ha ocupado nada, a no ser que se le dé este nombre a la «permanente» de la frágil convicción.

Los guerreros se teñían los cabellos con colores vivos (rojos y amarillos especialmente) como símbolos de valentía y fuego. Se recogían las mujeres su cabellera en trenzas para anunciar su virginidad (una trenza) o el estar casadas (dos trenzas). Más tarde fueron sustituidas por el moño (así iban las casadas). Pero las trenzas fueron tenidas como un hilo de unión entre el mundo de los vivos y el de los difuntos.

En algunos pueblos, hay creencias/supersticiones curiosas, como la de los dayak marinos de Banting, en Sarawak, según la cual las mujeres no deben engrasarse los cabellos; si lo hacen, los hombres resbalarían. Así lo relata J.G. Frazer, La rama dorada, FCE, Madrid 19979, p.49; en especial, véase lo referente al tabú del pelo, de su corte y recorte, en pp. 276-282).

En el mundo de los sueños, la cabellera bien peinada es indicio de gran energía vital; la cabellera revuelta y desordenada es señal de escasos horizontes espirituales. Estos sueños han dejado en el olvido el simbolismo que recorre las antiguas culturas y tradiciones. Claro que, tanto antes como ahora, sería interesante saber qué piensan aquellos que, mirándose y siendo mirados, se ven y son vistos calvos. Aunque, por lo general, todos tienen barba cuyo simbolismo les puede transmitir un consuelo, si bien no les proporcionará ninguna solución a su alopecia.

 

La barba era, al igual que la cabellera, símbolo y signo de poder y virilidad, pero, en especial, lo era de la sabiduría. Todas las mitologías representan a sus dioses barbados y barbudos, al igual que a casi todos los héroes. En Egipto, y como signo de poder, hasta las reinas eran representadas como los dioses: barbudas, poderosas. Posiblemente, esta idea subyace en nuestro lenguaje cuando a un hombre valiente y esforzado se le solía llamar «de barba complida»; con respecto a la sabiduría, casi siempre vinculada a la ancianidad, digna y respetable, suele decirse «de barba honrada»; solía decirse que «tenía buenas barbas» aquella mujer que era bien parecida.

Pero la barba tenía que ser cuidada con esmero; de lo contrario, era símbolo de la locura. Algunos pueblos orientales solían saludarse besándose la barba con el mismo gesto con que en Occidente se coge la mano de una señora y se hace ademán de besarla. Claro que de aquella costumbre nos ha quedado un triste recuerdo: aquél que la tradición judía recoge en el segundo libro de Samuel (20,9-10): «Joab dijo a Amasá: ¿Estás bien, hermano mío? Y sujetó Joab con su mano derecha la barba de Amasá como para besarle. Amasá no se fijó en la espada que Joab tenía en su mano; y éste le hirió en el vientre. No tuvo que repetir para matarle».

Hay costumbres que, por repetirlas, nada significan. Siempre hay algo que se escapa: lo invisible del corazón. Tal vez por eso, la barba se cuida no por su simbolismo, sino por simple aseo.

Lejos queda aquel simbolismo de la barba como poder, virilidad, sabiduría. Ya no es reflejo de la fuerza cósmica regeneradora, vital (aspecto que esconden también los rizos y los tirabuzones). Ya no es necesaria para identificar a los maestros y ermitaños, a los guerreros y a los poderosos. Sólo los enanos mitológicos siguen conservando su larga barba; y digo la siguen conservando porque, a falta de robustez interior, el homo digitalis pone en ellos su confianza más incluso que en los dioses y héroes.

Dicen que quien sueña con un hombre barbudo está suplicando protección; y quien sueña con una mujer barbuda está expuesto a graves peligros. Como con tantas cosas, el hombre reviste con extraños símbolos lo que no pasa de ser una justificación de sus ensoñaciones.

 

Boca

 

La boca, tenida como el primero de los nueve agujeros del hombre, es la puerta de entrada de los alimentos y la puerta de salida de los pensamientos bajo la invisible forma de palabras. El simbolismo de la boca es ambivalente, como suele suceder con muchos simbolizantes. Las fauces de un animal feroz devoran y engullen; los labios de un ángel enternecen y anuncian. La boca es el acceso al horno interior donde su cuecen tanto las maquinaciones como los proyectos, tanto los sueños como las pesadillas, tanto las blasfemias como las loas, tanto los silencios como las palabras. La boca es la posibilidad que se le da al alma para que no perezca aislada, sino para que viva como una necesidad compartida. En muchos rituales de difuntos, podemos observar cómo se abre la boca del cuerpo muerto para que el alma reciba el alimento divino y sobrenatural de la eternidad.

Hay grupos esotéricos que representan a la sabiduría como una boca cerrada que sólo se abrirá cuando alguien ya sea un maestro. Los más grandes oradores han sido representados muchas veces mudos (sin boca) para dar a entender que su lenguaje era excelso y distinto a cualquier otro lenguaje. Puede decirse que la boca es el gran símbolo revelador del mundo interior del hombre con su angélica o demoníaca alma.

 

Los dientes, que para el enamorado son perlas en la amada, cuya blancura es nácar coralino, son símbolo del hombre en su agresividad. Incisivos, caninos o molares, son imagen de la apariencia, de la entrega y de la protección. Si recorremos la poesía del amor cortés, descubrimos que los dientes simbolizan en especial al alma de palabra hiriente. Hoy, cuando el símbolo estalla en las manos del aseo y la pulcritud, los dientes parecen hablar del tiempo y su caducidad; y no porque caigan o se renueven artificialmente, sino porque el tiempo todo lo devora y tritura como el molino de la brevedad de la propia historia.

 

La lengua es el órgano creador en el que se acrisola tanto el gusto de lo eterno como el discernimiento de lo interno. Es el fuego de la palabra que consuela y bendice; pero también fuego devorador que aniquila y maldice (véase el simbolismo de la espada). Los hombres espirituales de todas las religiones, tanto orientales como occidentales, han visto la lengua como la tentación que provoca la mayor de las dispersiones del alma. No es de extrañar que aconsejaran dar descanso a la lengua para que el hombre, agobiado, no se perdiera. Cierto que la lengua/palabra existe desde el principio. Pero es necesario saber que, antes de darse a conocer, estuvo contemplando y examinándose durante toda la eternidad. Sólo entonces se decidió a hablar. No mucho más tarde, también decidió regresar nuevamente al silencio.

 

La saliva está relacionada con el interior del hombre; consecuentemente, puede ser creadora o destructora. Es una manifestación del espíritu. En la Biblia, encontramos ejemplos en los que la saliva es símbolo del agua recreadora o de la palabra bienhechora. En cambio, también es una representación del hombre. Hay que tener presente que, si quien escupe, es considerado «pagano», su saliva es contaminante. En algunas tribus africanas, esputar es como hacer una promesa o firmar un documento. Escupir a alguien significa rechazo y desprecio.

 

El beso, esa unión de epidermis y fusión de fantasías, ha sido tenido como símbolo de la comunión de espíritus. Dejando a un lado el beso como gesto de saludo, se besaba a los del mismo grupo como signo identificador (ósculo); se besaban los pies de los señores como señal de sumisión; se besaban como expresión de amor, entendido éste como comunicación de espíritus. También el beso es manifestación pasional.

El beso adquiere el simbolismo que le proporciona la boca, puerta del soplo, del aliento, del espíritu, del alma. El ser se comparte con otro ser, el espíritu con otro espíritu. A veces, el beso tiene un sentido único, muy especial, como cuando se dice que Moisés, poco antes de morir, fue besado en su alma por Dios. Dios y Moisés eran íntimos, y esta intimidad del beso era un mensaje: Moisés iba a morir. Esta «tradición» fue aplicada a Jesús el Cristo, cuando Judas, su íntimo, le besó. Así supo que iba a morir. Antes había dicho: «Si es posible, que pase el cáliz, pero que no se haga mi voluntad, sino la tuya». El beso de Judas fue una revelación para Jesús, no una traición. Ver el beso de Judas como una traición fue una invención posterior que se mantiene; pero eso sólo ocurre cuando lo sublime, como el símbolo, es sustituido por la nada disfrazada o por la interpretación rápida (superficial).

 

Ojos

 

Definiéndolos como «el espejo del alma», los ojos resumen todo su símbolo. Como fuego y luz, sol y luna, sabiduría y videncia, los ojos tanto pueden estar abiertos como cerrados, pues la vista y la mirada antes se depositan en el mundo interior contemplando el corazón y el alma que en lo exterior observando lo que uno no es.

El gran Cíclope sólo tiene un ojo, pues no es más que una cosa monstruosa y devoradora, sin espíritu: brutalidad sin trascendencia.[Véase, sobre este particular, Los monóculos, de Jorge Luís Borges, en El libro de los seres imaginarios: Obras completas en colaboración, EMECÉ, Madrid 19985, pp.666s.]

 Argos, por su parte, tiene muchos ojos, pues tan sólo es vigilancia, no atenta sino temerosa, porque todo lo considera peligro y no sentido. Muchos ojos tiene Satán: destruye la inmensidad del armónico Uno.

Los egipcios dibujaban ojos en los sarcófagos para que el difunto pudiera seguir viendo en su último viaje contemplado por Ra, el dios cuyo ojo hecho de fuego era abrasador como el perfecto conocimiento, luminoso como el descubrimiento de lo oculto, fecundo como la semilla de la insondable verdad: creador.

Perfecto es el ojo del Budha, cuya mirada abarca la esencia de todas las cosas. Sobrenatural es el tercer ojo de Shiva con el que ve las cosas y las personas no en su apariencia sino en su íntima realidad. Como «ojos» son definidos los chamanes por su clarividencia, así como los conductores sintoístas; el tiempo y la eternidad son el punto de mira de cada uno de los ojos entre los místicos cristianos con los que ponen al descubierto el corazón que asimila lo temporal; son el alma que todo lo sublima en lo eterno y sobrenatural. Lo mismo les sucede a los místicos islámicos para quienes todos los ríos que contemplan los ojos del cuerpo confluyen en el mar del ojo divino. Para algunas tribus africanas, los ojos son la puerta de entrada para todas las percepciones, sede de la belleza y del caos, del mundo y del espíritu.

A través de los ojos pasa al exterior el alma del hombre volcando todo su mundo. La mirada callada es un grito; los ojos cerrados, un discurso; la vigilancia que hacen de lo invisible los convierte en reveladores; su pureza los introduce en la sabiduría; el blanco de los ojos, avivado por la cólera, se torna rojo; brillan espoleados por la emoción; se ensanchan ante la inmensidad del mar o del cielo. Todo lo son los ojos cuando el alma está viva; nada es su todo cuando el corazón no tiene latidos. Así, no es de extrañar que haya más clarividencia en un ciego que en un espíritu mediocre; que sean más vivos los ojos abiertos de una estatua que los de un corazón distraído; que nada sean los ojos de un ídolo como nada son los ojos del soberbio.

El ojo es el sol que ve el sol, el mar que ve el mar, el espíritu que ve al espíritu. El ojo ve y comprende aquello que mira.

Sigue siendo sublime definir los ojos como «el espejo del alma»; pues ella, cuna de todos los sentimientos, también es el lecho de todos los conocimientos. Esto es así porque los ojos son la única puerta de las lágrimas, el umbral de la esperanza y la cerradura del olvido.

 

Nariz

 

La nariz es como el ojo, y no porque, como sede del olfato, perciba los olores y los perfumes, distinguiendo el aroma del hedor, huyendo de toda hedentina, sino porque lo que el ojo es para el espíritu, lo es la nariz para el cuerpo: respirar, aire, hálito, vida. Éste es su simbolismo.

Que haya duendecillos de nariz larga, responde a delicadas fabulaciones, según las cuales el orgullo deforma el auténtico ser del hombre. ¿Acaso mentir no es la más extendida forma que el hombre ha encontrado para alimentar su torpe orgullo? Aguileñas o perfiladas, chatas o respingonas, remachadas o llanas, todas sirven para que a uno se le hinchen o llenen, para no ver más allá de ellas o tener en ellas a alguien montado, estar hasta ellas o tocárselas con parsimonia, dejar a alguien con un palmo de ellas o hablar hasta por las mismas; y no digamos cuando a uno le da algo en las narices o se da con ellas con alguien. Para muchas cosas sirven las narices. Y mejor es tenerlas, pues aunque el hombre las meta donde no le importa, siempre serán símbolo de aquel espíritu que no deja ni un momento de husmearse a sí mismo, si es que está al tanto de su crecimiento y no a merced de otras narices.

 

Orejas

 

Posiblemente, quienes atienden o confunden precio y valor, tengan en gran estima más la cantidad que la calidad, el tamaño de un libro más que su contenido, y le llame la atención más unas orejas grandes que unas «normales». Grandes, sin embargo, eran las orejas del Budha, de Ganesha, de Lao-tse o de Platón (quien también tenía anchas las espaldas). Enormes eran las orejas (de asno) que tuvo que soportar el rey Midas por preferir lo caduco (la flauta de Pan) a lo trascendente (la lira de Apolo). Tanto en Grecia como en el lejano Oriente, las orejas simbolizaban la capacidad para escuchar la excelsa y sublime perfección sobrenatural convertida en sonido primordial que recorre el espacio en todas direcciones.

Para la tradición judía, hacer un pequeño corte en la oreja significaba querer entrar perpetuamente al servicio de alguien; con un poco de sangre, que salía del lóbulo perforado del sacerdote, se untaban los altares; famosa es la oreja cortada por Simón a un criado del Sumo Sacerdote (símbolo de querer acabar con la institución; pero Jesús la repuso); María fue concebida por la palabra que le entró por la oreja, decían algunos entendidos; la fe, según san Pablo, viene por el oído.

En las tradiciones africanas, las orejas son símbolos sexuales, así como los pendientes. Es antiquísima la costumbre de perforarse el lóbulo de la oreja y poner un pendiente para indicar que se pertenecía a alguien. Dicen que los marinos llevaban pendientes como signos de su pertenencia al mar. En épocas pasadas, solía tirarse a alguien de las orejas para recordarle que siempre se tiene que decir la verdad. El arete, la arracada, el colgante, el zarcillo o el más usado pendiente, aun cuando hoy sean un simple adorno con su valor material, siempre serán —aunque se desconozca— un símbolo que revela y comunica la pertenencia a alguien de quien lo lleva. Pero así como el sentido espiritual del oído que acompañaba su símbolo se fue con el pasado, tengo la certeza de que no será rescatada con los modernos usos de los pendientes que no tienen más utilidad que la de «gustarse» en el silencioso eco del espejo.

 

El cuello es símbolo de la comunicación de la vida (cuya sede se solía poner en la cabeza) que pasa al resto del cuerpo. Tal vez por eso, el collar ha tenido, al igual que los pendientes o los anillos, el humilde y sublime símbolo de la pertenencia a alguien, pero siempre voluntaria y libre.

 

© León Deneb